Borges y Bioy Casares, una epopeya sedentaria

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El tímido Bioy nos tenía reservada una sorpresa póstuma. Otra revolución copernicana. Muchos planetas de la Galaxia Borges han salido desde entonces de órbita, y otros cuerpos celestes han sido promovidos o degradados de categoría. Un libro de estilo y título parcos, es la sorpresa. 1600 páginas esperan al lector y miles de tesoros y minas ocultas en conversaciones memorables. El libro Borges es la recopilación de cuarenta años de comentarios, boutades y juicios de Borges, recogidos por el diario y la paciencia de su amigo y contertulio Bioy Casares. De esta epopeya sedentaria -según la define el autor de esta reseña-, nos da noticia este centón.
 

Alberto García Ruvalcaba
Notario público 97 de Guadalajara


Libro reseñado:
Borges
Por Adolfo Bioy Casares.
Destino, 2006, 1664 pp.

El lunes 19 de septiembre de 1983 Bioy anotó en su diario: «Es triste, si vemos la vida como un cuento, que una amistad como la nuestra [con Borges] se quiebre en los últimos tramos.» Bioy había descubierto en su amigo una «nueva actitud» hostil hacia él, quizás incitada por María Kodama. La nota corresponde a una entrada de la página 1579 de su diario sobre Borges. Los cientos de entradas anteriores, que corresponden a iguales días desde 1947, tienen un tono diferente. Mientras ésa representa el fin de lo que llegó a ser una vida compartida, las anteriores muestran a dos amigos -casi exclusivos y excluyentes- que comieron, conversaron, leyeron y escribieron juntos durante casi todos los días de su vida (salvo cuando viajaban). La «nueva actitud» no quebró su amistad ese lunes de septiembre. El cuento de su amistad no terminó sino hasta la muerte en Ginebra -desolada, según imaginó Bioy- de Borges, el sábado 14 de junio de 1986. Algunas de las cosas que ocurrieron antes de aquél día nos llegan ahora en este libro póstumo de Adolfo Bioy Casares que reúne las notas que durante cuarenta años llevó en sus pequeños cuadernos de los comentarios y juicios que hacía Borges.

LA OBRA.

Dos hechos improbables, la espaciosa amistad de un par de escritores sobrios, desengañados y proclives a la vida de la inteligencia, y la resolución de uno de ellos a registrar las intervenciones más memorables del otro, han sido la causa eficiente de este libro hospitalario (para usar un adjetivo de su autor). Bioy, un hombre generoso y curado de los ensueños del yo, nos entrega un diario que trasmina el carácter, el color, el genio, el humor borgianos, sin incurrir en las supersticiones del género biográfico. No cae, por ejemplo, en conjeturas psicológicas (como sí lo hizo la más reciente de Edwin Williamson, Borges, a life), ni nos abruma con datos triviales o circunstanciales. Su método no explica, muestra. Y lo hace del modo más simple posible, reproduciendo las anotaciones que hizo en su diario a lo largo de los años, de los comentarios y preocupaciones de Borges. No hay un método más modesto ni más provechoso. Adolfo Bioy Casares, un sobrio, un sosegado, el último de los estoicos, al servicio periodístico, casi taquigráfico, del escritor más influyente del siglo pasado. (A esa feliz coincidencia habría que agregar la espléndida por acuciosa y cuidada edición del libro por Daniel Martino).

¿ESTILO BIORGES?

Las cualidades de la prosa y del temperamento de Bioy son particularmente visibles en este libro. Lenguaje implacablemente subordinado a la idea, lucidez sintáctica, claridad de expresión, ausencia de frases hechas, modestia, generosidad, moderación sentimental. El tipo de «amistad inglesa» que mantuvieron Borges y Bioy no se prestaba a desmesuras, efusividades, ni confidencias, y ese recato contribuyó a dar un carácter sobrio y clásico al libro. Imaginando su peculiar amistad, no puede uno dejar de recordar la frase en Tlön de las «amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo.» En su código de amistad no estaba excluido el diálogo, pero la intimidad personal parece desdeñada, más que proscrita. Así lo demuestra la entrada del domingo 21 de abril de 1985, en que Bioy anota: «con nadie he hablado de mis amores. Borges muchas veces me confió los suyos... yo a él, nunca (ni a él ni a nadie)... no por duro, soberbio o viril... por supersticioso.» Si bien, a juzgar por el diario, cuando el puritano Borges comentaba sus amores a Bioy, lo hacía sin nombres propios y con reserva. Bioy no sentía curiosidad por conocer detalles: semanas después de que Borges venía confesando las desazones de un amor no correspondido, Bioy dedujo que la villana era María Esther Vázquez. ¡No lo había mencionado Borges! Esta ausencia de intimidad puede verse como frialdad, pero también como desinterés por el destino personal tan peculiar de los dos estoicos contertulios. En cualquiera de los casos la ausencia de entusiasmos y devociones favoreció al libro. Lo mismo hizo la perfección técnica y la estatura moral de Bioy.

Hay que recordar que Borges reconoció en Bioy a un maestro del estilo clásico. En ese credo la sorpresa y el énfasis eran descortesías para el lector. Había que ofrecerle, en cambio, servicial serenidad. Por eso, se supone, Borges habría suavizado su estilo hacia el final de su obra (compárense por ejemplo los estilos de El Inmortal, 1947, con El Congreso, 1971). Las dificultades de la ceguera, y Bioy, habrían tenido que ver en este cambio. Lo cual honraría a Bioy y haría aún más admirable su resistencia al estilo abrumador de su amigo y colaborador Borges, a quien al final, por inverosímil que parezca, habría convertido a su doctrina de reticencias.

Esta influencia de Bioy sobre Borges es más admirable cuan patente es el peso de Borges en el idioma. Nuestro idioma (y no sólo el español a juzgar por lo dicho por escritores de otras lenguas: Italo Calvino, John Barth, Julian Barnes, Susan Sontag, Umberto Eco...) ha pasado de modo irreversible por la minuciosa aduana borgiana. Aduana que hizo posibles las frases construidas como un mecanismo de relojería suiza sin demérito de la intimidad y el pensamiento. Ciertos saludables hábitos de redacción llegaron al idioma a través de Borges, que volvió obsoleta y anacrónica mucha de la prosa pesada y grave que le precedió (llena de «vaivenes dialécticos» y «pensamiento demasiado arropado de lenguaje», según sus palabras). En ese sentido quizás no sea exagerado afirmar que Borges terminará haciendo por la redacción (usemos esa palabra) lo que Bach hizo por la música. Hombres que heredaron una forma, la llevaron al límite de sus posibilidades expresivas, y pusieron a sus sucesores en un dilema incómodo: repetir o pasar a otra cosa. Cualquiera de esos caminos bajo el imperativo de la dialéctica hegeliana: superar asimilando, trascender incluyendo. Luego de las Variaciones Goldberg y de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, no es posible sustraerse a su influencia sin quedar a la zaga, sin tener «todo el pasado por delante» (Borges dixit)... ¿Fue Bioy una excepción a esta influencia? ¿Pasó a esa «otra cosa»?

En ese contexto la larga conversación y colaboración de estos dos grandes escritores resulta aún más insólita. Puede ser vista como el extraño encuentro de dos modos opuestos de anotar el mundo. El uno representado por Borges, el hombre que encontró la manera de decir en un párrafo más de lo que muchos pueden en un capítulo, y el otro representado por Bioy, el escritor que pudo callar elocuentemente en un capítulo más de lo que muchos en un párrafo, el clásico para el que toda palabra parece demasiado altisonante. La exuberancia económica de Borges y la mesura alusiva o insinuante de Bioy.

El desenlace de este encuentro era previsible y así lo demuestra el libro: el joven escritor ávido de procedimientos reflexivos y literarios fue tomando distancia hasta salir de la órbita de Borges. Este momento ocurre el domingo 21 de diciembre de 1969: «Esta noche ocurre mi primera desinteligencia con Borges sobre la redacción de un texto... hoy quiere que los personajes dialoguen en monólogos, en discursos, de frases muy redactadas, precisas y concluidas.» Lo confirma la entrada del miércoles 21 de junio de 1972: «por primera vez nos sucede que él y yo tratamos de escribir diferentes cuentos.» Aunque antes había ya señales del distanciamiento, según da testimonio la frase más dura que tiene para su amigo en todo el libro, el jueves 9 de junio de 1966: «... esta incontinencia de mi colaborador [Borges] nos precipita en tristes abismos de Rabelais, que él tanto aborrece. Depresivo espectáculo de literatos que se regodean con sus laberínticas y retorcidas chanzas, que nadie sigue, escucha ni celebra...» La ruptura literaria, pues, era inevitable. ¿Lo era la personal? Reunidos espléndidamente durante años por un ritual de escritores al alimón y de comentaristas ora exquisitos ora desalmados, el destino se encargó de separarlos cuando la colaboración se había vuelto imposible, cuando la agudeza refulgente de Borges resultaba un recurso incómodo en la literatura de Bioy.

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