El Derecho en el Quijote de Cervantes

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Yo admiro a los andariegos. ¡Cuantas veces he pensado que debí haber cambiado el escritorio, al menos en algunas temporadas, por un peregrinaje!: recorrer la tierra, lenta y amorosamente (esa madre tierra, “el ama lur”, como la llaman con cariño los vascos en su vieja lengua, puesta la querencia en el polvo, el cual es la materia de la que todos estamos hechos gracias al soplo divino), alargando mi vista por el paisaje, sobre vastas llanuras como las de Castilla, o por encima de las arenas del desierto o las cumbres de las montañas.
 

Notario José Luis Aguirre Anguiano

Sólo algunos seres privilegiados han sido grandes andariegos sin renunciar al pensamiento y a la profundidad. Quizá la más grande andariega de la historia fue Teresa de Ávila, quien no paraba de recorrer los senderos de España, mientras llevaba al idioma de Castilla a penetrar en los más recónditos rincones de la sabiduría y la mística.

Recientemente, otro gran andariego, el papa viajero Juan Pablo II, que comenzó su periplo besando la tierra nuestra, ha ?nado su camino llevando en su alma amorosa a todos los rostros mirados en sus viajes y todos los paisajes exteriores e interiores de nuestra doliente humanidad.

Recuerdo haber visto en mis primeras mocedades, que yo también fui joven, caminando por el centro de la ciudad de México, la Ciudad de los Palacios, a otro gran caminante, viejo de larga barba de profeta del antiguo testamento, pequeño y desgarbado, no por ello con menos nobleza. Iba a una de esas viejas cafeterías –rebosantes de tertulias en las que se hablaba de lo divino y lo profano– del centro de aquel México tan deliciosamente vivible, ésas que olían a puro y a café y que de manera tan maravillosa “pintó” literariamente Max Aub. Aquel anciano andariego se llamaba, precisamente, camino: León Felipe Camino Galicia, para la historia de la poesía, nada más (y nada menos) León Felipe.

Desde su aldehuela natal de Tábara (Zamora), nuestro caminante recorrió Salamanca, Valladolid, Palencia, el Santander marino y culto, en cuyas cercanías (Villarcayo) fue introducido por los escolapios en los misterios de la escritura. Siguió su ruta por Balmaseda, Madrid, Toledo, Ávila, Cádiz, México, Panamá, Nueva York y media America en principio y medio mundo, después.

Todo se preguntaba el poeta y todo se cuestionaba y una de sus preguntas, aparentemente baladí, pero que viene muy al caso del tema que nos ocupa, era ésta:

¿Por qué habla tan alto el español? Este tono levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es una enfermedad crónica.

Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre, para siempre porque tres veces, tres veces, tres veces tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe.

La primera fue cuando descubrimos este Continente y fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta los oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo, un mundo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar! La segunda fue cuando salió por el mundo, grotescamente vestido, con una lanza rota y una visera de papel, aquel estrafalario fantasma de La Mancha, lanzando al viento desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!.... ¡También habían motivos para gritar! ¡También habían motivos para hablar alto!

El otro grito es más reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el que dimos sobre la colina de Madrid, en el año 1936, para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo: ¡Eh! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!...¡Que viene el lobo!

Ahora me referiré al hidalgo manchego, el que arremetió contra los molinos de viento en los Campos de Criptana, el de la ?ngida locura, que en realidad no era sino un recurso literario de Miguel de Cervantes, su autor, para concretar una forma de protesta, utilizando la ironía, el absurdo y el anacronismo con objeto de expresar sutilmente una teoría jurídica y política, un pensamiento ?losó?co y axiológico, además de crear la novela más grande y más rigurosamente poética que se haya escrito hasta la fecha.

Fingir locura es un recurso nada insólito en la literatura, pues el mismo Hamlet de Shakespeare se hace pasar por loco a efecto de llevar a cabo sus intenciones. Ya entrados en el mundo de la cultura anglosajona, nos dice Martín Alonso que el gran poeta inglés Wordsworth, re?riéndose concretamente a Don Quijote, a?rma que “la razón anida en el recóndito y majestuoso albergue de su locura”; más adelante añade Martín Alonso: “El héroe de los primeros capítulos no es más que un monomaniático, pero va a?orando, poco a poco, su rico contenido moral y ‘se va puri?cando de las escorias del delirio’…. A pesar de sus aberraciones discurría como un gran señor cuando defendía lo justo.”

Cervantes, que creía en los ideales de la orden de la caballería (la caballería andante literaria no fue más que un genero épico de una fantasiosa e irreal fantasmagoría), trató de mostrar y demostrar la validez intemporal de los valores en los cuales se asentaba el mundo medieval, en el que el caballero tenía la obligación jurídica de auxiliar a su señor o “soberano”, con quien compartía tal “soberanía”, para llevar a cabo el monopolio de la sanción castigando a los infractores del derecho y la justicia. Esta realidad fue extinguiéndose con la creación del Estado–nación por los Reyes Católicos en España; creación que se difundiría luego por toda Europa gestando un nuevo sistema político centralizado en el monarca y en el cual, el Estado era el único detentador soberano del monopolio del poder.

Es asombroso el paralelismo de la situación que vivió Cervantes en el encabalgamiento entre el mundo medieval y el renacentista, con la que vivimos actualmente, cuando la globalización ha roto en mil pedazos el concepto de soberanía del EstadoNación; con este mundo globalizado en el que negativamente cabalgan las fuerzas transnacionales sin regulación jurídica alguna y, paralelamente, nacen nuevos “organismos jurídicos”, verbigracia la Unión Europea, cuya conformación puede convertirla en un bello cisne o un deplorable ornitorrinco jurídico; todo depende de los valores en los que se fundamenten dichos organismos, pues bien pueden albergar valores imperecederos como la justicia o carecer de ellos, como el vacío relativismo materialista.

Hablar de valores imperecederos no ha sido ni es una ingenuidad utópica de metafísica inmovilista, sino requiere, desde luego, de una contextualización hermenéutica constante (en el sentido tradicional de ambos términos, no en el de Gadamer). Lo que sí resulta descabellado del todo es el positivismo en que se pretende fundamentar las nuevas normas jurídicas, que es una evidente tautología pues lo justo es aquello que está de acuerdo con la ley, la cual es justa porque es ley.

La Edad Media terminó estrictamente con Carlos V en Yuste. Felipe II, el Rey prudente, con su manía burocrática fue asumiendo para el estado monárquico el monopolio del poder y la sanción a su incumplimiento, dejando a un lado a las órdenes de caballería que habían auxiliado a los monarcas durante el Medioevo entero y el feudalismo, terminando en un centralismo tal que fue marginando y excluyendo en la Europa renacentista y post-renacentista cualquier poder que no fuera el monárquico, proceso que culminó en el absolutismo francés, el despotismo ilustrado del siglo XVIII, con la emblemática y conocida frase de Luis XIV: “El estado soy yo.”

Aquí hablaremos nuevamente de ese estrafalario fantasma de la Mancha que gritaba por justicia y cuyo eco aún suena, no por lejano menos fuerte, en nuestros oídos. También escuchamos el grito de la tierra, esa piel rugosa de la España que nos llama y de todas las transespañas, las Españas de acá, de este lado del Atlántico, nuestros países de la América española, en la cual José Gaos no se sentía desterrado sino transterrado; de México, que fue y es una Nueva España y de esta tierra de Jalisco, que fue una Nueva Galicia a la cual su conquistador quiso llamar, desmesuradamente, el “Reino de la Mayor España”, que así lo sentimos nosotros los tapatíos, también con nuestra objetividad perdida. No en balde dicen los foráneos que cuando por la in?nita bondad del señor lleguemos al cielo, San Pedro, el dueño de las llaves del Paraíso, nos dirá con santa sorna: “¡Pasa, y a ver si te gusta!”

No hay que gritar: “¡Que viene el lobo!”, aunque se oigan los aullidos de la anarquía, el populismo, el terrorismo y todos esos jinetes apocalípticos que recorren nuestra tierra y todos los rincones de nuestro viejo planeta. Si gritamos: “¡que viene el lobo!”, cuando éste llegue, como en el viejo cuento, ya nadie prestará atención a nuestros gritos. En este caso, no se trata de gritar, sino de enfrentarlo.

Nuestra profesión de abogados sufre del desprecio a la ley, así que es necesario revitalizarla. Un buen motivo para pensar en ello y actuar en consecuencia es, precisamente, el de toparnos con este cuarto “cumplesiglos” paradigmático: los 400 años de la edición príncipe de la primera parte del Quijote.

Si bien hay una teoría de que la edición príncipe del Quijote se publicó en 1604, no deja de ser una mera especulación, toda vez que la primera parte del Quijote fue impresa con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en Madrid, por Juan de la Cuesta en 1605; su autor, huelga decirlo, fue Miguel de Cervantes Saavedra, hijo de un humilde cirujano (nada que ver con los pujantes cirujanos modernos que han cambiado el bisturí por el rayo láser y la menesterosidad por la abundancia). Un cirujano de aquella época era el exacto punto de convergencia de un barbero y sangrador con un curandero que había pasado el rudimentario examen de algún médico y que le autorizaba para curar algunas enfermedades, con un largo etcétera de taxativas que le eran impuestas, entre otras causas, para evitar una desleal competencia con quienes habían cursado carrera universitaria.

Miguel de Cervantes nació, presumiblemente, el día del arcángel San Miguel, el de la victoriosa espada (quizás un signo de predestinación): el 29 de septiembre de 1547, aún en vida del emperador su cesárea y católica majestad Don Carlos I de España y V de Alemania. Miguel nació en Alcalá de Henares y su partida de bautismo prueba que recibió las aguas bautismales en Santa María la Mayor, el 7 de octubre de 1547, que para más señas fue Domingo.

La vida toda del gran alcalaíno fue anómala, excéntrica, anormal, injusta e inconcebible, por completo fuera de lo común. Azorín nos lo dice vívidamente con estas palabras:

Don Ramón Menéndez Pidal ha esclarecido las causas determinantes de la creación artística de Cervantes. De hoy en adelante sabremos a que atenernos; el maestro ha expuesto sus observaciones en un librito accesible a todos: ‘De Cervantes y Lope de Vega’. Se contrae Menéndez Pidal a la génesis del Quijote; pero su teoría puede ser aplicada a toda la obra cervantina. Cervantes ha estado sujeto, desde el primer instante de su vida, a lo irregular. Nace en una familia pobre, se vive al día, apremian las deudas, no se cumple lo que se ha prometido, no llega lo que se esperaba, se anda altercaciones con los curieles; se llega a conocer la cárcel, los procesos agobian; ocurre un accidente en la familia y no se tiene el amparo de nadie, se está mal en un sitio y hay que trasladarse a otro; se está también angustiosamente aquí, es preciso buscar otro acomodo; se espera de un momento a otro que cesen los apuros, por algo en que se ha puesto suprema esperanza, y ese algo no se produce, como no se ha producido antes lo que también, con menos fundamento, se aguardaba. Cervantes ha visto continuado en su persona el sino familiar: ha fracasado constantemente en la vida.

No se ha correspondido a su comportamiento, ha estado en un tris el perderlo todo de?nitivamente; ha sido llevado como esclavo a Constantinopla; se ha visto antes, en sus malogros de evasión cerca de la muerte; no le dan ningún destino descansado y honroso en España, no se atiende a su petición de que se le con?era un cargo en Indias; se casa infelizmente en un pueblo, vive lo más del tiempo separado de su mujer, se ve alcanzado por la quiebra de un banquero, no puede rendir cuentas a satisfacción de quien las pide, le procesan y lo encarcelan; le ocurre un lance terrible en Valladolid; un libro suyo se vende, y todos lo aplauden; pero apenas le da dinero, ha representado antaño unas comedias y ahora no quiere nadie estrenar algunas que ha escrito, las tiene que vender a un librero por algunas monedas; unos compañeros de quienes esperaba un empleo, no le cumplen sus promesas, le corresponden con la más negra ingratitud; es ya viejo, y no quiere de él nadie. Y en su casa, una casa ‘antigua y lóbrega’, aquí en Madrid, medita, ya en el umbral de la muerte, en su triste sino. Escribe entonces la página más tenue, más ?na, más delicada que ha salido en toda su vida de su pluma.

Así fue quien dio vida al Quijote, a su aparente locura, nacida entre mucho leer y poco dormir, tan deliciosa y fácil de leer y tan profunda y difícil de penetrar en todas sus reconditeces.

“No podemos entender el individuo sino a través de su especie”, nos dice Ortega y Gasset. “Las cosas reales están hechas de materia o de energía; pero las cosas artísticas como el personaje Don Quijote- son de una sustancia llamada estilo. Cada objeto estético es individuación de un protoplasma-estilo. Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie de Cervantes.”

Y Don José Ortega y Gasset, precisamente en uno de sus libros primerizos, publicado en 1914, Meditaciones del Quijote, inicia su meditación preliminar con la cita de una de sus queridos maestros alemanes, al que traduce así:

« IST ETWA DER DON QUIXOTE NUR EINE POSSE ? ¿ES, POR VENTURA, EL DON QUIJOTE SÓLO UNA BUFONADA?  Hermann Cohen: Ethik des Reinen Willens, pág. 487”

Esa es la pregunta más espinosa y perspicaz que se haya formulado para entender al personaje cervan de la aventura. El ?nal anecdótico de esa triste aventura lo sabemos todos: Don Quijote y su escudero terminaron derribados por los suelos, aporreados, medio chamuscados al estallar el coheterío que sus burladores ocultaron dentro de Clavileño, el ?ngido caballo de madera; pero con la ingenua satisfacción de haber vencido al terrible Malambruno.

Tal ocurrió a Cervantes, sin proponérselo, al crear su genial novela, al soltar a su hijastro (pues la paternidad del Quijote se le atribuye a Cide Hamete Benengeli) con su sublime locura a deshacer entuertos por los páramos de Castilla; dándole su carne y su materia, le dio también una libertad que, como ocurre con los verdaderos, vivos, personajes no literarios, no pudo, en un momento dado, dominar. Así Don Quijote, excediendo al propio Cervantes, llevó sus hazañas hasta profundidades y alturas no previstas por su creador.

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