La Herencia en el Mundo Antiguo

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Los derechos de sucesión no se pueden entender sin el derecho de propiedad, que en realidad es una institución antigua como ninguna y que en sus orígenes fue totalmente distinta a lo que conocemos en el mundo actual. Por supuesto que varias de las sociedades antiguas no conocían ni aplicaban el derecho de propiedad privada, por ejemplo los tártaros concebían ese derecho exclusivamente sobre los rebaños y entre los antiguos germanos el derecho de propiedad recaía sobre las cosechas y no sobre la tierra, que como sociedad nómada, cada año era asignada en forma arbitraria.
 

Notario Sergio A. López Rivera

En cambio en la Grecia y la Roma antiguas, el derecho de propiedad privada era conocido y practicado desde la más remota antigüedad, aún cuando en algunas partes como Creta, estaban obligados a participar a los demás con una décima parte de las cosechas, pero lo cierto es que en esas culturas estaban estrechamente ligadas tres cosas: la religión doméstica, la familia y el derecho de propiedad; pues cada familia tenía sus propios dioses que sólo ella podía venerar y sólo a ella protegían. La familia está ligada al hogar, el que a su vez está íntimamente ligado a la tierra o al lado de la familia y por tanto debía conservarse y pasarse de generación en generación, por lo que lo importante era esa raíz y esa propiedad de la tierra que tenía una simbología religiosa, puesto que los miembros de la familia pasaban de generación en generación y los dioses familiares debían tener ese lugar permanente que solo así se les aseguraba, y cada hogar representó divinidades distintas que jamás se unen ni se confunden, por eso se les llama dioses ocultos o “muxioi” o dioses interiores o “penates”. La casa se construía alrededor del hogar y por ello se dice que este había enseñado al hombre a construir su morada, o sea que la religión había enseñado a los hombres a construir sus casas, como decían los griegos. Cicerón mismo decía que: “Nada había de más sagrado que la morada del hombre”.

E inclusive en dicho lar familiar se ubicaban las tumbas de los miembros de la misma, puesto que la principal ceremonia del culto a los muertos que era anual y que constituía principalmente la ceremonia de la comida fúnebre, se debía celebrar en el mismo hogar donde reposaban los antepasados. Por lo que podemos señalar que el sentido de la propiedad privada tenía una enorme connotación religiosa y por tanto, cómo no establecer reglas para determinar la herencia de esos lugares tan sagrados entre los antiguos, que debían irremisiblemente quedar en una sola mano siempre y no dividirse ni separarse, lo que en las épocas más remotas de la humanidad se concebía como un sacrilegio, y así tenemos que entre los antiguos nunca se puede destruir ni trasladar una tumba. He aquí cómo la tierra, en nombre de la religión, se convierte en objeto de propiedad perpetua para cada familia. Cada familia se ha apropiado esa tierra al depositar en ella a sus muertos. El vástago o heredero puede legítimamente decir: “Esta tierra es mía” y no tiene ni siquiera derecho a separarse de ella, ese suelo es inalienable e imprescriptible.

La ley romana exige que si se vende el campo donde está la tumba familiar, esa familia siga siendo propietaria al menos de esta última y conserve el derecho a tener acceso a ella para cumplir las ceremonias del culto. La sepultura había pues establecido la unión indisoluble de la familia con la tierra, es decir, con la propiedad. Por ello podemos afirmar que el hombre de las antiguas edades quedó así dispensado de resolver problemas demasiado difíciles, y sin discutir, sin trabajo, sin sombra de duda, llegó de un solo golpe y por virtud única de sus creencias, a la concepción del derecho de propiedad, de ese derecho que hace surgir toda la civilización, pues él mejora la tierra del hombre y él mismo se hace mejorar. No fueron las leyes las que garantizaron en un principio el derecho de propiedad: fue la religión. Podemos observar en varias civilizaciones antiguas la práctica de la ceremonia de los términos o fijación de los límites sagrados a las tumbas de los antepasados, y existe una leyenda mitológica que dice que el mismo Júpiter, queriendo hacerse un sitio en el monte Capitolino para tener su propio templo, no pudo desposeer al dios Término, tradición que muestra cuán sagrada era la propiedad pues el Término inmóvil no significa otra cosa que los límites de la propiedad inviolable. Tan inviolable era, que una familia no podía renunciar ni a la propiedad, ni a la religión doméstica que estaba íntimamente ligada a aquella. En Esparta misma, estaba prohibido severamente vender la tierra, por lo que para observar esta prescripción, se prohibía a cada familia que dividiese inclusive el lar familiar y Aristóteles señala que en muchas ciudades antiguas sus legislaciones prohibían la venta de las tierras.

Lo anterior se explica de esa manera, porque la propiedad no estaba fundada sobre el derecho del trabajo como en la actualidad, sino en la religión. No son los individuos vivientes los que detentan la propiedad de la tierra, sino es el dios doméstico el que tiene ese derecho, el individuo durante su propia vida sólo la tiene en depósito, la misma pertenece a sus ascendientes que han muerto y a los descendientes que habrán de nacer. Desligar una de otra es alterar el culto y ofender a una religión. Desde luego que esa prohibición tan estricta fue desapareciendo con el tiempo y ya en la Ley de las Doce Tablas se permitía la venta de la propiedad raíz, pero hay razones fundadas para creer que en tiempos más antiguos la tierra era inalienable y aún, las leyes de Solón disponen que quien venda su tierra, pierde su derecho de ciudadanía. Cuando se permitió la división y la venta de la tierra, pero no así la de las tumbas, sólo fue porque se encontró una salida legal cuando se exigió que se celebrara una nueva ceremonia religiosa en cada caso, para renovar el culto así perdido.

Habiéndose así establecido el derecho de propiedad para el cumplimiento de un culto hereditario, no era lógico el que ese derecho se extinguiera tras la breve existencia de un individuo. El hombre moría pero el culto persistía, el hogar no debía apagarse ni la tumba podía ser abandonada, prosiguiendo la religión doméstica, el derecho de 24 propiedad debe continuar con ella. La propiedad de una casa o de un predio estaba íntimamente ligada al culto de una familia. Cicerón escribía: “La religión prescribe que los bienes y el culto de cada familia sean inseparables, y que el cuidado de los sacrificios recaiga siempre en quien reciba la herencia”.

De tales principios proceden todas las reglas del derecho de sucesión entre los antiguos. La primera es que siendo la religión doméstica hereditaria de varón a varón, la propiedad también lo sea y si el hijo es el continuador natural y obligado del culto, así mismo heredará los bienes. Lo que hace que herede el hijo no es la voluntad del padre, sino la propia religión. El padre no necesita hacer testamento. Ipso jure heres exsistit dice el jurisconsulto. Es de igual manera Heres necessarius. No tiene que rechazar ni aceptar la herencia porque la continuación de la propiedad y del culto es para él una obligación y un derecho y quiéralo o no, la sucesión le incumbe aún con sus cargas y sus deudas. El beneficio de inventario y de abstención no se admitían en el derecho griego y en el romano se introdujeron hasta muy tarde. El lenguaje jurídico de Roma llama al hijo heres suus como si se dijese heres sui ipsius y en efecto, sólo hereda de sí mismo; entre el padre y él no existe donación, ni legado, ni mutación de propiedad, simplemente existe una continuación: “Morte parentis continuatur dominium” , porque ya en vida del padre, era el hijo copropietario del campo y de la casa, vivo quoque patre dominus existimatur.

No debemos pensar, al observar la herencia entre los antiguos, en la traslación de una fortuna de una mano a otra. Ese patrimonio es fijo, inmutable e inmóvil, como el hogar y la tumba a la que está asociada, es el hombre quien pasa. Es por ello que de alguna forma nos parecen raras e injustas las leyes antiguas, puesto que la hija no hereda del padre si contrae matrimonio y en el derecho griego no heredaba en ningún caso, pero es que en aquellos tiempos esas leyes no emanaban del sentido de justicia o de equidad, sino de las creencias y de la religión que reinaba en las almas de los antiguos. La regla del culto es que se transmita de varón a varón, y la regla de la herencia era que el culto tenía que seguir. La hija no era apta para continuar la religión paterna puesto que al casarse, renunciaba al culto del padre para adoptar el del marido y por tanto no podía poseer derecho alguno a la herencia y si bien no existen datos fehacientes en que se pueda establecer algo positivo en cuanto al derecho primitivo, ya en Gayo y en las Institutas de Justiniano encontramos que la hija no figura en el número de los herederos naturales sino mientras se halla bajo la potestad del padre en el momento de morir éste. En todo caso, cuando por alguna circunstancia heredaba, no podía disponer de lo que había heredado y sólo era a título provisional, casi del mero usufructo, pues no tenía el derecho a testar ni a enajenar sin autorización de su hermano o de sus agnados, que tras la muerte de ella, debían heredar sus bienes y durante su vida, tenerlos bajo su guarda.

Las Institutas de Justiniano recuerdan el principio según el cual la herencia debía pasar siempre a los varones y se prohibía heredar a las hijas. En tiempo de Cicerón si un padre deja un hijo y una hija, sólo puede legar a ésta un tercio de su fortuna; si sólo tiene una hija única, ni siquiera entonces puede recibir más de la mitad y en ambos casos se requería que el padre hiciese testamento expreso, pues la hija nada tiene por peculiar derecho. Siglo y medio antes de Cicerón, Catón adoptó la Ley Vocona que prohibía: instituir heredera a una mujer aunque fuese hija única; legar a las mujeres más de la mitad del patrimonio, lo que no era sino renovar las leyes antiguas, pero curiosamente la misma no estipulaba nada sobre la sucesión ab intestato, porque ni siquiera se contemplaba esta posibilidad que no existía per se. Pero esto no surgía de principios sociales emanados de los usos, sino que tenía su origen, como lo hemos establecido anteriormente, de los principios religiosos y de culto de los dioses manes y los dioses penates familiares. Desde luego que todo esto tuvo que cambiar con el tiempo y las circunstancias y que esa drasticidad de la ley tuvo que ir cediendo a los hábitos y los cambios naturales.

En Grecia la ley llegó a disponer, para evitar el que la hija fuera privada de la herencia, que pudiese casarse con un heredero, aún cuando fuese el hermano, con tal que no fueran hijos de la misma madre y el hermano heredero, podía a su elección casarse en tal circunstancia con la hermana, o dotarla con algún legado. Si sólo tenía el padre una hija, podía adoptar a un hijo y darlo a su hija por esposo y así ésta heredaría, o también podía disponer en su testamento el nombramiento de un heredero que se casase con su hija. Si no existía ninguna de las circunstancias anteriores y el padre moría sin haber dejado testamento, la ley disponía que el pariente más cercano fuera el heredero, pero con la obligación de casarse con la hija del autor de la sucesión. La ley en este caso obligaba al tío a casarse con la sobrina y si la hija del autor de la sucesión estaba ya casada, tenía que abandonar a su esposo y casarse con el heredero de su padre. Si el heredero estaba ya casado, tenía que divorciarse y casarse con su parienta. En todo lo anterior vemos cómo los antiguos buscaron por todos los medios el adaptar el derecho a los principios religiosos y de culto, que eran sumamente cerrados e inmutables y no sería sino hasta mucho tiempo después, que los principios jurídicos prevalecieron aún sobre los conceptos religiosos más antiguos.

Por lo mismo, con base en esos principios de culto y religiosos, se era pariente en cuanto que se compartía un culto y se podía transmitir el mismo de uno a otro. El parentesco no era sino la expresión de ese lazo y por supuesto que fundamentalmente era de consanguineidad pero únicamente por línea paterna y si acaso, por adopción, pero ésta era la excepción y no la regla. No se era pariente por haber nacido de una misma mujer, puesto que la ley no admitía el parentesco por las mujeres. Los hijos de dos hermanas o de una hermana y un hermano no tenían entre sí lazo alguno y no pertenecían ni a la misma religión doméstica, ni a la misma familia. Estas situaciones regulaban los principios en que se basaba el orden de sucesión. De esta manera, si un hombre moría habiendo perdido a su hijo y a su hija, quedando nietos de ambos tras de sí, sólo heredaba el hijo de su hijo, no así el de su hija. A falta de descendientes, tenía por heredero a su hermano, pero no a su hermana, al hijo de su hermano, pero no al hijo de su hermana; y a falta de hermanos y sobrinos, era necesario remontarse en la serie de ascendientes del difunto, pero siempre bajo la línea masculina, para luego descender por la rama encontrada, de varón en varón, hasta encontrar a un hombre vivo que sería el heredero legítimo. Entre los romanos, ya en tiempo de Justiniano, estas leyes eran consideradas inicuas y excesivamente rigurosas, aún cuando hemos de señalar que eran lógicas en extremo en cuanto que representaban el principio de que la herencia estaba asociada indefectiblemente al culto religioso, y eran estos principios y no los jurídicos propiamente dichos, los que normaban esa herencia.

Es por ello que el derecho de testar, es decir de disponer de los bienes tras la muerte para transferirlos a otro que no fuera el heredero natural, estaba en oposición con las creencias religiosas de la antigüedad, que eran el fundamento del derecho de propiedad y del derecho de sucesión en aquel entonces. Siendo la propiedad inherente al culto y siendo éste hereditario, no era lógico pensar que se pudiese formular testamento que contrariara esos principios, pues la propiedad no era del individuo sino de la familia, ya que no se había adquirido con el derecho del trabajo, sino por el culto doméstico. La voluntad del muerto no era la que determinaba el destino del patrimonio, sino las reglas superiores que la religión había establecido. Es por ello que el antiguo derecho desconocía el testamento y el derecho ateniense lo prohibió hasta Solón y aún éste, sólo lo permitió para quienes no dejaban hijos. En Esparta era totalmente desconocido el testamento, hasta después de la guerra del Peloponeso. Y Corinto y Tebas estaban en igual circunstancia. Platón describe claramente esta circunstancia en su Tratado de las Leyes cuando narra que un hombre en su lecho de muerte pide la facultad de hacer testamento exclamando:

“Oh dioses! ¿No es fuerte cosa que no pueda disponer de mis bienes como yo quiera y en beneficio de quien me agrade, dejando a éste más, menos a aquél, según la adhesión que me han mostrado? Contestándole el legislador: “Tú, que no puedes prometerte más de un día; tú que no haces mas que pasar por aquí, ¿está bien que decidas en tales cuestiones? No eres dueño de tus bienes ni de ti mismo, tú y tus bienes, todo ello pertenece a tu familia, es decir, a tus antepasados y a tu posteridad”.


La facultad de testar no estaba, pues, plenamente reconocida al hombre, ni podía estarlo en tanto que esta sociedad permaneciese bajo el imperio de la antigua religión. En las creencias de aquellas antiguas edades, el hombre vivo sólo era el representante, por algunos años, de un ser constante e inmortal: la familia. Sólo en depósito tenía el culto y la propiedad; su derecho sobre ellos cesaba con su vida.
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